Desde morrillo la música me abrió la puerta a un lugar donde solo éramos mi grabadora y un puño de cassettes (obviamente ‘‘chafas del tianguis”), mientras uno tenía que aguantar vara de los pedos existencias y familiares que en ese momento estuvieran de moda en casa, momentos que parecían ser perpetuos.

 

 

En mis años de primaria (90’s), inicie mi pequeña colección de música, la cual era sencilla, pero con un chingo de energía y significado para mis oídos. Algunos de esos materiales eran de Gillete, 2pac, Aqua, Barrio Music, Enrique Iglesias, Chalino Sánchez, Tone Loc, Pet Shop Boys, Morbid Angel y Rush. La mayoría de esta música eran regalos de mi hermano o préstamos que ya no volvieron a su poder, fueron mis primeros soundtracks de vida, que con el tiempo dieron origen al gusto por la música en físico.

Es así como la música se volvió algo esencial y cotidiano para vivir, hasta la fecha no existe un pinche día que viva sin ruido en mi alma. Se convirtió en ese amigo imaginario que a mis 36 años no he olvidado, sigue enclaustrado en alguna parte de mi subconsciente, alimentándose, seguramente de nuevos proyectos y sonidos.

Durante años he pensado que cuando una persona deja escuchar música o desinteresarse por ella está prácticamente dejando morir su esencia (puede sonar muy mamón o poético). Pero hay quienes construimos nuestra vida con canciones, álbumes o bandas.

Siempre existirá tiempo de conocer una nueva canción, que dibuje una sonrisa en nuestro rostro, nos ponga bailar o haga expulsar una lágrima por un recuerdo que sigue vivo.

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